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De guerreros a delincuentes

El masivo operativo policial al interior de Temucuicui da cuenta de un conflicto que lejos de amainar, empeora. Y también de un maltrato que hunde sus raíces en la historia.



“¿Qué debe hacer el Estado en Temucuicui?”, me preguntó hace unos días la periodista Paula Comandari en Tele13 Radio. Lo acontecido en Ercilla con la PDI había generado profundo impacto y viejas preguntas parecían recuperar su sentido de urgencia. “Debe sacarles las manos de encima, dejar de intervenir y hostigar ese territorio”, fue mi respuesta. Así lo creo y así lo enseña la abundante experiencia comparada en la materia.

“La solución pasa por reconocimiento de derechos y traspaso gradual de competencias de gobierno a las jefaturas mapuche, tal como sucede en otras partes del mundo”, argumenté. “Pero estamos hablando de delitos y de órdenes judiciales que se deben cumplir”, rebatió ella. “En Estados Unidos y Canadá la investigación de los delitos que se cometen en las reservaciones recae en la policía tribal y en sus propios tribunales”, agregué.

“Ok, pero Chile no es Estados Unidos y aquello no existe en nuestro país”, fue su respuesta. Exacto. Paula tiene razón: Chile no es Estados Unidos y mucho menos Canadá. Tampoco Panamá, Nicaragua o Colombia, por citar ejemplos más locales. En Chile no existe reconocimiento a la libre determinación indígena, mucho menos autogobierno y he allí la madre del cordero. Permítanme explicarlo.

Hasta antes de la invasión militar chilena la mal llamada “Pacificación de la Araucanía” la relación mapuche con la joven República se basó en la diplomacia de los parlamentos. Es decir, en aquellas juntas institucionalizadas por más de dos siglos y que tanto O'Higgins como Ramón Freire supieron más tarde replicar. Aquello no fue casual: sus progenitores habían sido los arquitectos de los últimos y más importantes tratados hispano-mapuche.

El Parlamento de Tapihue (1825) fue el último. Allí se garantizó nuestra autonomía territorial, el reconocimiento de la frontera, la jefatura de los lonkos y se pactó una "unión" que debía perdurar en el tiempo. Llegó a ser ratificado en la sexagésima sexta sesión del Congreso Nacional, el 21 de marzo de 1825. Tapihue incluía, por cierto, protocolos para la persecución penal y la aplicación de justicia.

Un bullado caso de 1849 puso a prueba esto último.

Se trató del naufragio del bergantín Joven Daniel en la costa de la actual Araucanía. Las noticias en la capital eran alarmantes: había sido saqueado y todos los sobrevivientes asesinados por los mapuche en una "orgía de sangre y aguardiente". Así al menos lo informó la prensa. No faltó quien propuso avanzar con tropas al sur del Biobío y vengar los crímenes a balazos. Benjamín Vicuña Mackenna, uno de ellos.

Chile no es Estados Unidos y mucho menos Canadá. Tampoco Panamá, Nicaragua o Colombia, por citar ejemplos más locales. En Chile no existe reconocimiento a la libre determinación indígena, mucho menos autogobierno y he allí la madre del cordero.

Por suerte la investigación recayó en el general José María de la Cruz, prestigioso militar de Concepción y viejo conocedor de la dinámica fronteriza.

Lo primero que hizo fue citar una junta. Acudieron numerosos lonkos interesados en aclarar lo sucedido y que luego mediaron en la entrega de los sospechosos. Pronto se demostró la falsedad de la denuncia y todos fueron liberados. "No se intentó la ocupación de la tribu acusada porque desvanecidos los cargos de asesinato no había razón para llevar a esa parte del territorio indio la desolación y el exterminio", concluyó De la Cruz en su reporte.

Hasta antes de Cornelio Saavedra y sus tropas barriendo a sangre y fuego las comarcas mapuche, la relación entre el Estado y Wallmapu era “de nación a nación”. De allí los recurrentes viajes de lonkos a Santiago y el trato de "jefes de Estado" con que eran recibidos, al menos hasta mediados del siglo XIX. Ello para nada significó levantar un muro en el Biobío. Existía un rico comercio y una bullante vida fronteriza que a todos beneficiaba.

¿Por qué entonces se nos hizo la guerra? La codicia por nuestras fértiles tierras fue la razón principal. Codicia empujada por los hacendados y los industriales del trigo, el propio Saavedra uno de ellos. También la codicia por nuestra masa ganadera. Esta se extendía hasta las costas del Atlántico cruzando las pampas trasandinas. En ambos robos tanto Chile como Argentina hallaron su pasaporte al siglo XX.

Derrotados y arrinconados en “reducciones”, la jefatura de los grandes lonkos y ülmen (caciques) fue lo primero que desarticuló el Estado. También la diplomacia como forma de resolución de controversias. Fue cuando pasamos, a ojos de los chilenos, de interlocutores políticos a indios pobres, de guerreros a delincuentes. En palabras técnicas, del derecho de gentes al derecho penal. Así nos tratan y maltratan desde entonces.

Lo de Ercilla es prueba palpable y dolorosa de esta situación colonial. ¿Qué debe hacer el Estado en Temucuicui? Lo repito, sacarles las manos de encima. Ello pasa por reconocer la jefatura de sus lonkos, traspasar competencias de gobierno, dejar en manos de la propia justicia mapuche los delitos que allí se denuncian. De ello trata, sin ir más lejos, la demanda por autonomía: de poder hacernos cargo de nuestros propios asuntos.


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