Es la joya aún oculta del turismo de cordillera en la Araucanía. Tierra con una historia e identidad que desborda los límites fronterizos allende los Andes y habitada por gente tan bella como sus paisajes.

Pasar las vacaciones de verano en Icalma se ha vuelto una linda costumbre. Allí, en ese territorio bendecido por la naturaleza, un rincón de Wallmapu con bellos lagos en las cercanías —Icalma y Galletué en el lado chileno; Aluminé y Moquehue en el lado argentino—, numerosos volcanes y montañas nos refugiamos la segunda mitad de febrero con amigos y familia. No hablamos de cualquier territorio cordillerano. Emplazado en el límite sur de la comuna de Lonquimay, en la vecindad de la Sierra Nevada, la Reserva Nacional China Muerta, los Nevados del Sollipulli y la enigmática meseta del Batea Mahuida, la zona cuenta con miles de hectáreas de bosques de araucarias, un verdadero santuario para las comunidades pewenche. Ellas son, desde tiempos inmemoriales, las celosas guardianes de este árbol sagrado declarado Monumento Natural recién en 1990. Cerca, demasiado cerca de su total extinción.
Pero la historia de Icalma y la gente que la habita contrasta notablemente con la sublime belleza paisajística que allí todo lo rodea. La suya es una historia trágica, dolorosa. Icalma, al igual que su vecino Quinquén, fue originalmente tierra de refugio y también de matanzas olvidadas por la historia. Ceferino Cayuqueo, destacado lonko de la zona, relata que tras una antigua batalla contra los winkas, la sangre de los mapuche-pewenche bañó la nieve a orillas del lago, congelándose más tarde por las bajas temperaturas propias del invierno. El lugar fue entonces bautizado Rikal Mollfün, “sangre congelada”, nombre que mas tarde sería acortado a Rikalma y que, a oídos de los españoles primero y de los chilenos después, se convirtió en Ikalma o Icalma. ¿Cuántos turistas que recorren sus parajes conocen esta historia? Mi sospecha es que no muchos.
Parte de esta historia la recoge el libro Rikalma, tañi kuyfi tukulpán (2023), obra que reúne la memoria oral de Icalma narrada por sus propios habitantes, entre ellos lonkos y familias de insigne linaje. La investigación, de los académicos Alonso Soto y Sebastián Reyes, marcó un hito; nunca antes se había realizado el esfuerzo por registrar tan detalladamente la historia local y, además, en el idioma propio del territorio, el mapuzugun. Allí los primeros registros de sus habitantes, los "indios de los pinares", que datan de los siglos coloniales en fuentes como Mariño de Lobera y Diego de Rosales. También la historia del lonko Talcapillán, representante de Icalma en el Parlamento General de Yumbel de 1692, así como del más contemporáneo lonko Pedro Calfuqueo, figura clave en el actual ordenamiento territorial de las comunidades. Pasado, presente y futuro unidos por una memoria pródiga en respeto y cariño por su gente antigua.
La historia de Icalma y la gente que la habita contrasta notablemente con la sublime belleza paisajística que allí todo lo rodea. La suya es una historia trágica, dolorosa. Icalma, al igual que su vecino Quinquén, fue originalmente tierra de refugio y también de matanzas olvidadas por la historia.
Ubicado a menos de dos horas de Temuco por una ruta mayormente asfaltada, el potencial turístico de la zona es un secreto a voces. Las nueve comunidades del territorio bien lo saben y varias ya han puesto manos a la obra. Carlos Catrileo es uno de los pioneros en el rubro. “Turismo Icalma Amuley” se llama su emprendimiento y ofrece asados de jabalí, chivo y cordero en la ruca familiar, cabalgatas y senderismo al Batea Mahuida o a las montañas de su propio campo de piñoneo en Kelu Lil. Allí, entre pewenes milenarios, un sendero de cinco kilómetros permite acceder a las altas cumbres donde anida el cóndor y nacen las aguas. Dudo exista una vista más sublime y majestuosa de lagos y volcanes. El peñi Carlos es, probablemente, uno de los mejores guías de montaña de Icalma, un verdadero "sherpa" en esas tierras altas. Lo suyo no es solo hacer trekking con los turistas, es además transmitir la cosmovisión, la historia y el saber de los pewenche. “No es llegar y subir un cerro, no es llegar y cruzar un campo de piñoneo, hay que hacer rogativa, pedir permiso, ser respetuoso con la mapu”, nos explica.
Vaya si tiene razón. Un turismo mal enfocado y desinformado es una amenaza real para las comunidades. Ya hay agencias que traducen erróneamente Icalma como “espejo de agua”. Es una versión light, sospechosamente aséptica y alejada por completo de su verdadero origen. Icalma, por cierto, es también el nombre del paso fronterizo que conecta con la localidad trasandina de Villa Pehuenia. Ésta se ubica a solo 11 kilómetros de distancia, literalmente a la vuelta de unos cerros. Antes de la invasión chileno-argentina de Wallmapu ambos lados estaban unidos por profundos lazos familiares. Era un ir y venir de gentes, productos y animales desde tiempos antiguos. Calfucura, el gran toqui de las pampas trasandinas nacido en Llaima, transitó por allí con sus guerreros infinidad de veces. Villa Pehuenia, a orillas del lago Aluminé, se emplazó de hecho en tierras de la comunidad mapuche Puel. Fue en los años noventa y muchos de sus habitantes son parientes de otros en el lado chileno. “La frontera, que obviamente respetamos, es algo artificial, algo impuesto, aquí y allá somos un mismo pueblo”, nos dice el peñi Catrileo.
Es lo que también nos dijo en Huillinco, extremo sur de Icalma, la lamngen Juana Cayuqueo cuando la visitamos en su acogedora casa. Su historia también contrasta con la abrumadora belleza de su entorno. Nos cuenta que por largas décadas sus padres batallaron por los títulos de esas tierras, usurpadas "en el papel" por colonos de Melipeuco. Hasta con carabineros buscaron desalojarlos más de una vez, relata. Pero la porfía tuvo su premio y lo agradece a diario. Todo en ella es humanidad pura. No solo nos recibió con mate y asado de cordero, además nos permitió piñonear en su patio y recoger tal vez los primeros pewén de la temporada. También nos habló de un bello sendero hacia la parte alta de Huillinco que acordamos recorrer a futuro. Ella dice que soy muy parecido a uno de sus hijos, yo le digo que es idéntica a mi madre. Somos de un mismo linaje, tal vez ello explique las coincidencias y un afecto mutuo que no necesitó de muchas excusas. Somos familia, me dijo al despedirnos. Por supuesto que lo somos, todos los mapuche lo somos.
Comentários